dijous, 19 de setembre del 2019

Zimbabwe, Botswana: Tras la senda de los elefantes, y de algunos libros de viaje

Elefantes en la Reserva de Savuti 

“La esencia de África consiste en su infinita diferenciación”
, escribió Kapuscinski. El periodista, escritor, y ensayista polaco conoció tanto África que, de hecho, cambió la narrativa de las historias de los africanos y las africanas. Una vez más, tenía razón sobre la infinita diferenciación del continente africano. Cada viaje a África es diferente, cada día del viaje es distinto al anterior, y poco se asemejará al siguiente. Así ha sido cada vez que he viajado allí.
Y este viaje a Zimbabwe y Botswana ha sido especialmente diferente. Lo ha sido desde la decisión de hacerlo en grupo, el transporte elegido, los alojamientos, en definitiva, la estructura del viaje. Para nosotros, que solemos viajar solos, era un riesgo que, por razones de presupuesto, no nos quedaba más remedio que asumir. Un riesgo superado muy satisfactoriamente. Pero vayamos al ritmo africano, es decir, despacio.
Nada más iniciar el traslado desde el aeropuerto de Victoria Falls al Hwange National Park, donde está nuestra primera parada y fonda, se produce la desconexión total: acacias, termiteros, el color del cielo, las primeras pistas por las que circula nuestro camión con las primeras polvaredas del limpio polvo africano, y algún baobab. Sobre estos árboles tan típicamente africanos, aunque también los haya en Australia, Javier Reverte en “Vagabundo en África (Editorial Plaza & Janés, 2004) escribe: “… son los árboles menos árboles de todos los árboles. Parecen seres con alma inteligente y sufridora”. Sea como sea, ¡Esto es África austral!
Impalas  en  Hwange National Park       
Primera tarde tranquila para cargar las pilas, un tanto desgastadas después de cualquier vuelo nocturno de bastantes horas. Primer contacto con la fauna (impalas, gallinas de guinea, búfalos, algunas cebras, papiones, algún que otro marabú africano) que podemos observar en la poza de nuestro alojamiento. Intuimos una puesta de sol africana, nos resarcimos de la siempre manifiestamente mejorable comida de avión con una buena cena, y… a dormir a una hora temprana con el silencio de la sabana.
Al día siguiente empiezan los “platos fuertes del viaje”. Como algún chofer dijo, refiriéndose a los saltos que provocan los baches de las pistas, al despuntar el día empieza el “rock and roll”: safari por el Parque Nacional de Hwange, que es considerado el mejor parque de Zimbabwe. No sé si es el mejor, pero es ciertamente fantástico. Un paisaje hermosísimo, los primeros elefantes, las primeras jirafas, jabalís con cuernos, hipopótamos, cebras, impalas, varios pájaros –especialmente interesante uno con el pico como un plátano (lophoceros nasutus), algunos cocodrilos. De momento, los felinos no han hecho acto de presencia…
La tarde la dedicamos a una visita muy especial: el Centro de Recuperación de licaones (o perros salvajes, Painted Dog Conservation). Estos animales, nativos de África, están en serio peligro de extinción –cuando lo visitamos tienen dos ejemplares en rehabilitación avanzada, pero con graves problemas para reinsertarse en su hábitat natural- y esta entidad, no gubernamental y sin ánimo de lucro, hace una encomiable labor para su salvación. Vale la pena apoyarlos.
Por la noche toca safari nocturno ¡De noche los elefantes son más grandes y tienen unos andares más paquidérmicos!
La siguiente estación es el Parque Nacional de Matobo. Pero, antes de llegar, pasaremos por la, con casi toda seguridad, situación más surrealista de estos días en Zimbabwe: cómo explico en este artículo, las, digámoslo suavemente, extravagancias de la presidencia de la Republica de Zimbabwe y de su gobierno nos impiden comprar alguna cosa en el mercado, o en alguno de sus comercios, que es lo único que se puede hacer en la ciudad de Bulawayo, excepto algunas fotos, y recordar el estremecedor relato “El color de las jacarandas”, que incluye el reciente libro titulado “Indestructibles” de Xavier Aldekoa (Editorial Península, 2019). Menos mal que en uno de los parques de la ciudad podemos hacer la primera comida preparada por Layton, el cocinero del camión en el que viajamos.
Seguimos haciendo kilómetros con el camión por carreteras con algunos trozos arreglados, aunque en la mayoría el asfalto solamente se intuye, y, ya acostumbrados a la inseparable compañía del polvo, llegamos a un lugar con una geología de ensueño: Matobo. Nos da tiempo para ver unas pinturas rupestres próximas a las instalaciones del “Big Cave Camp”, donde nos alojamos, pasear entre las impresionantes formas de las rocas, ver una espléndida puesta de sol, ducharnos (por única vez con agua caliente en este lugar de cuento), y cenar.
Las formas rocosas de Matobo
A la mañana siguiente tenemos una de las citas más esperadas del viaje: safari a pie para buscar rinocerontes. Los rangers no tienen demasiada dificultad para localizar un grupo de rinocerontes que podemos ver y fotografiar a escasos metros. La experiencia le deja a uno sin palabras. Recordado ahora, con algo de perspectiva temporal, aunque cumplimos con todas las sugerencias para no molestar ni inquietar a los rinocerontes, y aunque la presencia de los rangers da sensación de seguridad, pienso que estar tan cerca de estos animales, siendo lo único que nos separaba de ellos un cuantos arbustos, es una prueba fehaciente de que el gran Claudio Magris tiene toda la razón del mundo cuando, en su imprescindible libro “El infinito viajar” (Anagrama, 2008), escribe: “Todas las veces que se viaja o se parte, algunos sentidos se agudizan y otros se embotan”. Sin duda, se nos agudizó la curiosidad, el querer ver… y, quizás, algo se nos embotó el sentido de un, aunque infundado, miedo.
Rinocerontes en Matobo 
Seguidamente -muy oportunamente para completar la mañana después de los rinocerontes-, primer contacto con la artesanía de Zimbabwe, y puesta en práctica de las técnicas del regateo. Contribuimos algo a la economía local, aunque he de recocer que en la mayoría de los mercadillos africanos, y de todo el mundo, casi siempre el mejor recuerdo que me llevo son las fotos de primeros planos de las mercancías a la venta.
La tarde empieza con un corto trekking por los Montes de Matobo que, además de unas caprichosas formaciones rocosas, nos ofrece unos interesantes refugios -donde al parecer vivían en su trashumancia las tribus bosquimanas- que albergan una serie excepcional de pinturas rupestres.
Para acabar el día, tenemos que elegir entre la visita a un poblado de la etnia Ndebele, o a la tumba del empresario, colonizador, y político británico Cecil J. Rhodes, que, a su muerte, dio nombre a lo que fue la República de Rhodesia. En el grupo se produjo una rápida unanimidad a favor de la primera opción. Me alegré, pues recordaba, aunque no en los términos exactos, que Javier Reverte no era un entusiasta del lugar. Consultado el texto del escritor madrileño, sin duda, elegimos bien. Escribe Reverte en su ya citado “Vagabundo en África”: “… acuden a la tumba de Rhodes como los españoles franquistas al Valle de los Caídos”, aunque añade “si Cecil Rhodes fue un gran canalla en vida, hay que reconocerle que tuvo buen gusto para organizar su muerte”, refiriéndose a los parajes de Matobo. La cuestión es que acabamos la jornada con la visita al poblado. Realmente es el habitáculo de una unidad familiar con cierto interés etnológico. Como viene siendo habitual en estas visitas en África, lo que más me impresiona es la cocina sin chimenea. Hay que recordar que, según la OMS, las largas horas que las mujeres pasan en estas cocinas tragando humo son una causa importantísima de enfermedad y mortalidad femenina. Nos despedimos de la anfitriona del poblado mientras presenciamos una modesta puesta de sol africana.
Al día siguiente dejaremos Zimbabwe y entraremos en Botswana. El camino se hace largo. Los trámites aduaneros son relativamente rápidos; la compañía es buena; el camión perfectamente conducido; el paisaje entretenido ¿Por qué, entonces, se me hace largo el camino? Pura ansiedad de pasear por, en palabras de Xavier Moret, la “tierra de diamantes”, de tocar estos baobabs sobre los que Moret, en su libro “A la sombra del baobab. Viaje en busca de las raíces de África” (Altaïr Viajes, 2006) escribe: “… hay que convenir que los baobabs de Botswana figuran entre los más notables, tanto por su tamaño como por la historia que atesoran. Crecen en distintas partes del país, pero los más espectaculares son los que reinan en las cercanías del desierto del Kalahari; su aspecto rocoso, contundente, y las protuberancias de sus troncos les otorgan la inquietante apariencia de gigantes petrificados que montan una larga, inútil y polvorienta guardia en medio de una inmensa nada de arena y sol”.
Baobabs... entrando en  Botswana
Proseguimos viaje, aproximándonos a la zona más desértica, adentrándonos al desierto del Kalahari. Dejamos los paisajes de Matobo, y, con uno de los amaneces más emocionantes que he vivido en mi vida, nos adentramos al conocido como Santuario de Aves de Nata. La nada no deja ser hermosa. Impresiona, y, a la vez, preocupa cómo la crisis climática que padece el planeta lo está trastocando todo. Estaba preparado para “quemar” la máquina haciendo fotografías a los flamencos que -pocos o muchos- pudiera haber. Sin embargo, no hay ni uno. Tuve la sensación de haberme equivocado elevando tanto las expectativas, y siento cierta desilusión al pensar que no tendré ninguna fotografía de flamencos que pueda competir con el cromo del álbum “Vida y Color” de mi infancia. Pero, como escribe mí admirado Paul Theroux en “El último tren a la zona verde” (Alfaguara, 2015), “Equivocarse y desilusionarse parecen consecuencias inevitables de cualquier viaje serio por África”, y este -aunque a un buen compañero del grupo le pareciera inicialmente un disparate, e, incluso, un despropósito- es un viaje serio.
El compañero viajero hablaba de ese supuesto disparatado despropósito para referirse a lo que iba a suceder en las próximas casi 48 horas. Resumidamente pasó esto: Después de almorzar a pie de camión en el recinto del lodge Planet Baobab, donde disfrutamos de una magnifica concentración de baobabs, iniciamos camino hacia las Makgadikgadi Pans. Resulta ser un trayecto largo, que prolongamos con una infructuosa búsqueda de suricatos, y con la espera de parte del grupo, que finalmente llega en quads porque su 4x4 ha pinchado. Vemos una carrera de avestruces, que parecen competir en paralelo a nuestro vehículo. Llegamos al destino cuando el sol ha iniciado su puesta y la luna inicia su salida… Al menos en mi caso, descendí del 4x4 con cierta intranquilidad ¿Cuál era nuestro destino? Inicialmente parecía un lugar de los descritos por el escritor sudafricano Laurens van der Post en “El mundo perdido del Kalahari” (Ediciones Península, 2007). Pero no. Se trataba de una acampada salvaje en medio del inmenso salar, sin tiendas de campaña, con el único techo del cielo estrellado, o iluminado, como fue nuestro caso, por la luna. Pero no es un lugar perdido, es, más bien, un lugar con una organización sorprendentemente perfecta: nos entretenemos con el “arte” que tiene el chofer-guía de hacer fotos con los móviles en las que aparecemos haciendo simpáticas figuras. Mientras tanto, encienden una hoguera, y empiezan a preparar la cena. Entre que desplegamos unos grandes, cómodos, y calientes sacos de dormir (¡El punto lujoso es que antes de acostarnos nos ponen una botella de agua caliente!), ha llegado la hora de la cena. Junto a la hoguera cenamos unas carnes a la brasa. La noche se va cerrando, pero las linternas frontales son innecesarias. La Vía Láctea, la Cruz del Sur, Orión, Escorpio, etc. no nos acompañan. Una gran luna llena se refleja sobre el blanco del salar. A la hora de meterse en la cama es imposible “apagar la luz”…
Pasada la noche constatamos que, en África, no hay cama incomoda. Nos ponemos en marcha con el despuntar del sol. Después de un ligero desayuno en este lugar algo fantasmagórico pero, a la vez, profundamente bonito, tenemos una tarea matutina ineludible: encontrar a los suricatos que la tarde anterior nos fueron esquivos. El viento está ausente en esta mañana luminosa lo que propicia que, nada más, salir de la parte más dura del salar, encontremos una concurrida colonia de estos simpáticos animalitos.
Suricatos 
La experiencia de dormir al aire libre ha estado muy lejos de ser nada disparatado. Más bien, como comentó el compañero de viaje que sospechaba que era un despropósito, fue todo lo contrario: una muy buena experiencia, a repetir en una noche en la que, con permiso de la luna llena, luzcan las estrellas. En cualquier caso, Claudio Magris, en el libro ya mencionado más arriba, a propósito del viajar, nos recuerda que “… al salir de la cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino despropósitos, el hidalgo le responde. ‘Todo pudiera ser’”. Por tanto, pudiera ser que la experiencia de la noche en el salar no sea apta para todos los públicos.
Seguimos nuestra ruta yendo al encuentro del camión, que nos espera en el Planet Baobab, e, inmediatamente, iniciamos nuestra inmersión en el Parque Nacional de Makgadikgadi Pans, donde se producen dos de los momentazos del viaje: un enorme elefante se planta ante nosotros, y nos lanza un potente gruñido. Parecía advertirnos que, aunque no nos viera con claridad –los elefantes tienen problemas, digamos que “oftalmológicos”-, por sus otros sentidos sabía que estábamos allí. Más tarde observamos la preciosa estampa de una migración de, las siempre tan fotogénicas, cebras.
Cebras en el Parque Nacional de Makgadikgadi Pans
El día queda coronado con una cena consistente en unas fantásticas albóndigas con patatas fritas que, al parecer, son la especialidad de Layton, nuestro chef.
La despedida del equipo del camión en la ciudad de Maun es el inicio del camino hacia el Delta del Okavango, más concretamente hacia la zona de Xaxaba, dentro de la Reserva Natural de Moremi. Cuando la sequía no es tan extrema es un trayecto que se hace con lanchas rápidas, pero las consecuencias de la crisis climática nos obliga a hacerlo en coche. En camino es largo, nunca había dado tantos saltos en un 4x4. Entre bache y bache, de sobresalto en sobresalto, mientras pasaban las horas transitando sobre dunas de arena del Kalahari, me acordé en más de una ocasión de las aventuras que nos cuenta, en su ya citado libro, Xavier Moret en torno a los pinchazos de las ruedas de la furgo pick-up que él y su compañero de aventuras, Andoni Canela, vivieron por estos lugares. No hubo pinchazos, y la velocidad con la que circulamos estaba justificada: Aunque fuera un poco tarde, teníamos que llegar al campamento a una hora que nos permitiera almorzar, descansar un poco, dar un paseo en mokoro (una especie de góndola que, al menos, antaño, era el transporte por excelencia en un Delta del Okavango con un nivel de agua bastante superior al actual, saludar a unos hipopótamos, tomarse un gin-tonic, ducharse en la ducha de campaña, cenar, estrenar la tienda de campaña (un lujo), en fin, que teníamos faena, y no era cuestión de entretenerse demasiado con los pequeños grupos de elefantes, jirafas o impalas que nos encontramos por el camino, ni, por supuesto, con el estado de mis cervicales que, por cierto, llegaron tan intactas –la sequedad del clima sudafricano les sientan fantásticamente- como las ruedas de los 4x4.
Xavier Moret publicó “A la sombra del baobab” en 2006, y en el capítulo titulado “El delta del Okavango o el edén perdido” ya escribía sobre la sequía. En un momento de la narración un piloto de avioneta les advierte a él y a Andoni que “el Okavango no está en su mejor momento”, que “medio delta está sin agua y escasean los animales”. La narración de Moret se sitúa en la época de lluvias, pero no es descartable que por el calentamiento global la situación no haya hecho más que empeorar. Seguramente no es el edén de antaño pero, sin duda, sigue siendo una maravilla.
Navegando en mokoro en el Okavango 
Coincido con Josep M. Ferrer-Arpí que, en su libro “El primer estel del capvespre a Angkor. 40 destins, 40 viatges interiors” (Editorial Arrela, 2014), se refiere al delta del Okavango como “Un delta enmig de l’aridesa” y escribe:Jo he vist animals a dojo [...] al Ngorongoro i al Serengeti, de Tanzània, i al Masai Mara, de Kenia. Però si en el nostre safari volem ajuntar el plaer de veure animals amb el plaer de conèixer un dels indrets més interesants del continent, llavors hem d’anar a Botswana i passar uns dies perduts entre les planúries inundades del delta del l’Okavango”.
El viaje que narra Ferrer-Arpí –con menos terrenos inundados, y sin sustos provocados por hipopótamos que se empecinaran a entrar en las tiendas de campaña- es muy parecido al que hicimos nosotros: parada y fonda en dos campamentos -en el primero de ellos, de la mano de la magnífica cocinera Rita, comí la mejor seswaa (carne desmigada) de cabra, el mejor sadza, y descubrí la deliciosa lephutsi (calabaza con canela)-. Esplendidas noches en las que los compañeros de viaje contaban que oían animales, que incluso rozaban las tiendas de campaña –yo, si algo oí, y no lo recuerdo, fue en sueños-. Relajados paseos (con amaneceres y puestas de sol incluidas) en mokoro. Safari a pie en el que los animales parecen estar de vacaciones. Visita al poblado de Xaxaba, en el que el mercadillo de artesanía sufre una desbocada inflación especulativa. Vuelo en avioneta desde la pista de Xaxaba hasta Khwai,  con vistas aéreas impresionantes, y, a la vez, esenciales para apreciar que verdaderamente, y a pesar de la sequía, el delta del Okavango sigue siendo una maravilla, y que algún día fue un auténtico edén. Safaris diurnos y nocturnos por la zona de Khwai. En estos safaris, y en el camino hacia el tercer campamento, ya fuera del delta, pudimos fotografiar impalas, cebras, papiones, hipopótamos, alguna hiena, jirafas (sobre las que Josep M. Ferrer-Arpí escribe. “Les girafes, silencioses, fiten l’horitzó esperant…), algún cocodrilo, bastantes elefantes, unos jabirúes africanos (de los que conseguí una de las mejores fotografías del viaje), y ¡Por fin, aparecieron los felinos! Pudimos ver leopardos (unos cachorros en el hueco de un árbol, un adulto plácidamente descansando subido a un árbol, y un imponente ejemplar en un espacio despejado en el que pudimos observar su majestuosidad y belleza, mientras aparentaba posar en un tronco caído en el suelo y andar muy cerca de nuestro 4x4. Realmente ni posaba ni paseaba, verdaderamente estaba al acecho de alguna presa… El silencio del grupo fue atronador. Unos de estos instantes que, en palabras de Claudio Magris, es “El infinito viajar”.
Leopardo en la zona de  Khwai
Dejamos atrás el delta del Okavango rumbo al tercer campamento en la Reserva de Savuti. De camino tres momentazos más: una gran manada de elefantes de todas las edades entorno a una charca; dos guepardos que, recostados, parecen digerir la ingesta de alguna presa; y aunque fuera de lejos (¡Bendito zoom y benditos prismáticos!), unos cachorros de leones. A la llegada al campamento nos espera una ducha (de campaña colectiva, pero ducha, al fin y al cabo), una buena cena a base de ternera a la plancha, y una tarta para celebrar el cumpleaños de una compañera del viaje (Hay que decirlo: ¡Hacer al fuego de leña un buen bizcocho no es cosa fácil!), algún gin-tonic, y el reposo del fatigado viajero ¡Nadie nos dijo que fuera fácil la vida del viajero!).
El reposo reparador y el desayuno nos ponen a punto para otro de los grandes momentos del viaje: antes de alejarnos del campamento y dejar atrás la reserva de Savuti, Lyon y Chis –los conductores de los 4x4– se desvían para acercarse a una familia de leones. El león macho, como suele ser habitual durante el día, está dormido haciendo la digestión de su probable comilona (tienen muy cerca carne en abundancia pues hay un elefante muerto, al parecer, por muerte natural). La leona está en plena actividad, vigilando a una media docena de cachorros. Primero se mueven entre arbustos, lo que dificulta que sean fotografiados. Pero al cabo de un rato, la leona seguida de los cachorros emprenden camino hacia la fuente de agua. Para ello tienen que adentrase en un terreno estepario, diáfano para la visualización, y las fotos. Sus andares son un auténtico espectáculo. Se puede ser muy crítico con la situación socioeconómica y ambiental de África austral, de hecho Paul Theroux en “El último tren a la zona verde” lo es, y esto no le supone ningún obstáculo para escribir que “en la sabana africana, incluso en el peor día, el cielo y el espacio ofrecen consuelo”. Como no era, ni de lejos, el peor día, y además del cielo y el espacio, estaban la leona y sus cachorros, el momento ofrecía bastante más que consuelo. Yo diría que algo parecido a un momento feliz.
Leona en  la Reserva de Savuti.
Almorzamos en ruta, y, después recorrer un camino acompañados de imponentes baobabs, de preciosas acacias, de un elefante sin colmillos, y de reencontrarnos con el asfalto, llegamos al penúltimo alojamiento del viaje: un lodge enfrente del rio Chobe. La tarde se completa con un “safari” en barco para despedirnos del Parque Nacional de Chobe. La parte del parque que visitamos tiene un cierto aire a parque temático, con una representación de casi todos los animales, excepto felinos, que hemos visto en Botswana de la que, en escasas horas, nos despediremos. En cualquier caso, la puesta de sol es esplendida.
Al día siguiente seguimos por carretera asfaltada, y, de pronto, uno siente añoranza del polvo limpio de África ¡Presagia el comienzo del fin del viaje! Los trámites aduaneros son más rápidos de lo previsto pues de algo -más bien de mucho- sirve madrugar. Entramos nuevamente a Zimbabwe, dirección a Victoria Falls. Nueva despedida del camión y, por dos días, nuestro nuevo campamento será el histórico y colonial Victoria Falls Hotel. Dos cosas recordaré de por vida de este hotel: los huevos Benedictine del desayuno, y que, talmente como  tenía la Reina Madre, me gustaría poder tener habitación siempre reservada.
La pequeña ciudad de Victoria Falls no pasa de ser un conjunto de calles de servicios turísticos (bares, restaurantes, tiendas, agencias de excursiones y deportes de riesgo…), y algunos mercadillos. Hay que regatear sin complejos en los mercadillos de artesanía, y en los mercados locales, aunque, por su intensa turistización, no es cosa fácil. Fue un gusto ponerse de acuerdo con el precio en el mercado de las telas, y, sin embargo, sigo lamentando no haber hecho una compra en una tienda donde no se practicaba el regateo: tuve en mis manos un CD del saxofonista de jazz zimbabuense Dumi Ngulube, fallecido en 2010 a la corta edad de 41 años. No compré el CD pensando que estaría en Spotify, pero resulta que Dumi Ngulube dejo poca música grabada, y hoy es un músico que hay que buscar en las profundidades de Internet (He aquí un ejemplo). ¡Lección aprendida: No todo está en Spotify!
Primera jornada en Vic Falls: compras; comida compuesta de una suculenta hamburguesa, acompañada de una Zambezi Premium Lager; excursión en helicóptero a las Cataratas Victoria; y cena en el, muy auténtico y con buena música en vivo, restaurante Mama África.
Vista parcial de las Cataratas Victoria 
Segunda jornada: visita tranquila y relajada a las Cataratas Victoria, es decir a Mosi-Oa-Tunya “el humo que truena” o “la humareda que ruge”. Muchas fotos, a ratos mojados por el “sifón” que provoca la caída del curso del rio Zambeze. Me temía cierta masificación turística, pero, aunque en algún mirador hay algo de gente, puedes, en palabras de Javier Reverte “… imaginar, sin embargo, lo que debió sentir Livingstone en aquel día de 1855 en que las vio por vez primera”. Comemos un tentempié en el mismo parque de las cataratas para, seguidamente, encaminarnos hacia la frontera de Zambia. Nuestro destino es la Isla de Livingstone para sumergirnos en la “Piscina del diablo”, que pasa por ser la más alucinante piscina natural del mundo.
El corto recorrido a la isla en un potente bote a motor ya es fantástico. Pero acercarse nadando a la piscina es un potente subidón de adrenalina, y nadar en la Piscina del Diablo es del todo alucinante. Desde ahí presencias un espectáculo inenarrable del Mosi-Oa-Tunya. Josep M. Ferrer-Arpi lo define así: “El soroll ensordeix, el núvol de vapor t’embolcalla i la majestuositat de l’espectacle et deixa bocabadat”. Acabamos nuestra estancia en la Isla de Livingstone con un exquisito aperitivo, y, una vez recargadas las pilas, sin prisa pero sin pausa, emprendemos el regreso al Victoria Falls Hotel. Llegada, ducha, ropa limpia, y cena en el Lola's Tapas and Carnivore Restaurant. Comida, vino y servicio exquisitos (un camarero bastante pesado de tanta amabilidad). No obstante, constatamos que no somos unos entusiastas de las carnes salvajes.
Y, al final, llegan las despedidas. Nada de lo que hemos vivido y disfrutado en este viaje hubiera sido posible sin los eficaces servicios de nuestra habitual Agencia de Viajes TourArt, sin el diseño y buena organización del tour por parte de Ratpanat, y, sobre todo, sin Teri, una persona excepcional, que no fue solamente una gran guía, su pasión por acompañar a los viajeros y viajeras fue parte del propio viajar. Estoy convencido que, a pesar de algún susto, el viaje del grupo trascurrió relativamente bien gracia al buen hacer de Teri ¡Que la suerte siga acompañando a todas y todos los miembros de esta expedición! Ahora –y por lo que pueda ser- ayudados y ayudadas por la buena suerte que, seguro, nos proporcionarán los Nyami Nyami que nos regaló Teri.
El libro de Xavier Moret, que he citado en reiteradas veces, acaba así:
“-Volveremos algún día a África.
Más que un propósito, sonó como una promesa.
- Tenlo por seguro -dije sonriendo-. Nos lo hemos ganado. Piensa en todos los días que hemos dormido a la sombra de un baobab”.
Y esta entrada de este humilde blog acaba así:
-Volveremos muy pronto a África. No es una pregunta. Es una afirmación. En la cabaña del Planet Baobab dormimos a la sombra de un baobab.
Jabirúes africanos.Una de mis fotografías
 preferidas de este viaje)
Interior del camión (No es un adiós, es un hasta luego) 





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