Chantal Maillard
“Se lo digo francamente, Señora”, le dijo el
comisario de policía a Arundhati Roy, “este problema no podemos resolverlo los
policías y los militares. El problema, con estos tribales, es que no comprenden
la avidez. Y mientras no se vuelvan golosos, no habrá para nosotros ninguna
esperanza. Le he dicho a mi jefe, quitad la fuerza y, en su lugar, poned una TV
en cada casa. Todo se arreglará automáticamente”.
Hoy, después de muchos años pasados en el estudio
de la letra escrita, empiezo a pensar que las sociedades ágrafas tendrían mucho
que enseñarnos si tuviésemos la paciencia de escucharlas. Pueblos cuya economía
de subsistencia respeta los ciclos naturales, pueblos que se saben formando
parte del ecosistema y que, por tanto, ni lo degradan, ni lo corrompen. Pueblos
que saben compartir su territorio con los demás seres que lo habitan y toman de
él tan sólo lo que necesitan. Pueblos que no conocen el ansia.
Pero fueron silenciados porque se le atribuye a
la letra escrita más valor y más poder que a la voz. La voz cambia, dicen; la
oralidad no es de fiar. Y, ciertamente, lo escrito no varía, de allí que
ciertas escrituras se hayan considerado “sagradas” y “verdaderas”. Pero la
verdad es una noción de correspondencia, y cuando nada hay con que hacerla
corresponder, la letra es pura redundancia y germen de “ideologías”: discursos
de ideas que se alimentan de sí mismas. No obstante, las sociedades de la letra
escrita consideran a quienes no la tienen pueblos “atrasados”. Cuando éstos
levantan la voz, nadie se entera porque a nadie le interesa. Me refiero a los
poblados rurales de la India pero también a los de África y a los de las selvas
amazónicas y a las de Birmania y tantos otros de los que no tenemos noticia.
Los ágrafos no son noticia hasta que alguien les
concede voz en la lengua oficial del mundo global. No se les oye porque no
interesa que existan y si, en contra de los intereses capitalistas, hacen
muestra de existir, se les neutraliza rápidamente: se les convierte en
operarios, se les desplaza o se les mata. Es fácil despojarles de sus tierras:
sin los títulos de propiedad que nunca han necesitado, su hábitat de repente
pertenece al Estado, que se lo vende a las grandes empresas, mineras, pesqueras
u otras sin que a nadie parezca importarle que devasten las costas, destruyan
los manglares, contaminen las aguas costeras, intoxiquen el suelo y deserticen
las selvas con industrias “de saqueo y huida”. Los gobiernos hacen oídos
sordos.
Vuelvo la mirada hacia los pueblos ágrafos, hacia
su milenaria sabiduría, y considero con terror nuestra economía de producción.
Pienso en la cantidad de objetos útiles e inútiles que, en cada segundo, se
están manufacturando en industrias que no paran ni de día ni de noche.
Considero lo que cada aumento productivo le resta a la Tierra. Y tiemblo.
Nosotros, los que creemos en la letra escrita y, en razón de ello, nos pensamos mejores e independientes del resto de este mundo, ¿qué hemos hecho por él? Hemos colonizado, socavado y pervertido naciones, hemos aprisionado, esclavizado, vendido, oprimido, convertimos el sustento en mercancía. Crecimos y nos multiplicamos sobre cadáveres y restos. No dudamos en llamar “plaga” al crecimiento desmedido de una especie en detrimento de otra, pero no parece que seamos capaces de aplicarnos la palabra, a pesar de la evidente destrucción que nuestro crecimiento y nuestra voluntad de perdurar eternamente le depara al resto del planeta.
¿Volver a una economía de subsistencia? No parece
que sea posible. ¿Decrecer? Como mínimo, debería intentarse. Al menos, menguar
en soberbia, en individualismo, en creencias, y crecer en respeto y
comprensión; cosas que a cada uno nos competen.
CHANTAL MAILLARD (Bruselas,
1951) fue profesora de Estética en la Universidad de Málaga y es autora de
ensayos como Filosofía en los días críticos, Diarios indios y Rasa.
El placer estético en la tradición india. Como poeta, fue Premio Nacional
de Literatura por Matar a Platón y Premio de la Crítica por Hilos
(ambos publicados por la editorial Tusquets).
Artículo publicado en Babelia, suplemento
cultural de EL PAÍS, el sábado 25 de febrero de 2012.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada