JOSÉ LUIS PARDO, El País, 14/01/2012
Quienes conozcan la obra de Michel Foucault sabrán de la importancia que el pensador atribuía a la llamada penitenciaría del Estado de Pensilvania (Filadelfia), construida en 1829 por el arquitecto John Haviland como paradigma de cárcel moderna, con pretensiones de reforma moral de los reclusos y según un modelo que sería imitado en todo el mundo. Allí se documentaron Dickens o Tocqueville y, entre otros huéspedes ilustres, Al Capone vivió entre sus góticas paredes. Aunque se basaba en el sistema de aislamiento (debido a la creencia en que, obligados a convivir únicamente consigo mismos, los condenados reflexionarían sobre su pecaminoso pasado y se convertirían en honrados feligreses), en lo que hoy queda de ella puede verse aún, algo desvencijada y ruinosa, la en otro tiempo amenazadora torre central que permitía a los centinelas tener bajo vigilancia visual todo el entorno de la prisión: su alargada sombra nos lleva a pensar inmediatamente en el Panóptico, esa invención genial de Jeremy Bentham en la que Foucault vio el emblema de unas sociedades, las modernas, caracterizadas por un ejercicio del poder político apoyado en un análisis sistemático y exhaustivo de los espacios urbanos controlables. Los inabordables muros del edificio y las gruesas paredes de las celdas, con su despiadada rigidez separadora, obedecerían, según Foucault, al mismo principio que durante los siglos XIX y XX, "analizó" el espacio interior de las viviendas populares, creando habitaciones diferenciadas -el cuarto de los niños, la alcoba conyugal, el baño, la cocina, el comedor, la sala de estar- donde hasta entonces no había más que un espacio único en el que coexistían todas las tareas, personas y funciones del hogar. Esta misma maciza solidez analítica habría organizado los demás "espacios" de la ciudad moderna: hospitales, escuelas, fábricas o cuarteles, según un régimen ideal de visibilidad y divisibilidad que garantizaría la eficacia de las operaciones, la claridad y distinción de las instituciones y la sumisión de los individuos a sus leyes.
Mucho podría decirse, sin duda, de la siempre excesiva distancia que separa los ideales de sus realizaciones, pero quizá sería vano hacerlo ahora, cuando de los unos y de las otras quedan solo los escombros. El caso es que la prisión de Filadelfia, obsoleta entre otras cosas debido a la superpoblación de encarcelados, cerró sus puertas en 1971, como anunciando la llegada de otros tiempos, y hoy es algo parecido a un museo. Si se recorre en un día apropiadamente nublado de noviembre -como yo tuve no sé si la suerte o la desgracia de hacerlo- es posible aún sentir algún escalofrío al pasar por las celdas de castigo, por el corredor de la muerte (la expresión inglesa, Death row -los que hacen cola para ser ejecutados- siempre me ha parecido más precisa y horrible) o por la barbería, pero las húmedas y desconchadas galerías son ahora frecuentadas por unas multitudes bien distintas, las que practican eso que ha dado en llamarse turismo siniestroy que son la otra cara de las que llenan la Capilla Sixtina o el Museo del Louvre; si estas últimas buscan la belleza (o la foto autentificadora que, como decía Walter Benjamin, tritura el aura sagrada que en otros tiempos recubría a las obras de arte multiplicando su imagen y difundiéndola hasta el infinito), es difícil saber lo que buscan las primeras (¿La foto grotesca de la fealdad? ¿El alimento de la buena conciencia diciéndose lo brutales que eran nuestros antepasados frente a nuestro refinado humanismo?). Si uno tiene menos suerte, la visita puede coincidir con alguna instalación artística (pues la vieja cárcel también es una galería de arte: sobre esta curiosa convergencia se puede leer la novela de Fernando Sánchez Pintado Performance, en Ed. Barataria); y, si es Halloween, hay un espectáculo llamado Terror tras los murosque, supongo, hace las delicias de los más jóvenes, habituados a jugar a asustarse como los turistas siniestros y, también como ellos, a convertir el pasado histórico en ocio programado. En cualquier caso, el asunto mueve a preguntarse si hay que ver en un cambio de esta clase -ruina, "cultura" y diversión donde antes hubo disciplina, miedo y poder- un signo sintomático de nuestra época, en la que, como advertían Marx y Engels y hoy remacha el sociólogo Zygmunt Bauman, todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado se profana y todo lo rígido se derrite, igual que en otro tiempo se fundían las vajillas metálicas del Imperio Austro-Húngaro para alimentar la producción de cañones bélicos, aunque hoy día se trate más bien de los cañones de proyección para ordenadores con Power Point, cuya imagen líquida devora todo lo que alguna vez fue visión o palabra y lo regurgita incansablemente como hacen los monos en el Zoológico con las cortezas que mastican, según la imagen que Josef Winkler suele utilizar para designar el "lenguaje universitario".
Sería, en verdad, absurdo y miserable experimentar nostalgia ante una modernidad sólida que a menudo se forjó con las cadenas de un infernal encierro, como el que sufrían los reclusos sometidos al aislamiento; pero sería igualmente pretencioso e ingenuo creer, como creen los turistas de lo siniestro, que la levedad y la fluidez de nuestra vida social actual es más civilizada o más humana que la de nuestros padres o abuelos. Los Dickens y los Tocquevilles que hoy están en ciernes, sin duda, ya se deben estar documentando en otras clases de infiernos propios de nuestro tiempo, que ha elevado la comunicación al mismo nivel de superstición salvadora que tuvo ayer el aislamiento (como si las virtudes ciudadanas emanasen de la fibra óptica), y que va poco a poco sustituyendo la antigua vigilancia de los poderes públicos -hoy tan erosionados como la torre de Filadelfia- por la penetración de los privados. Pues si hay una violencia en la "separación" de espacios y habitaciones que constituyen las viviendas, no es menos angustioso el modo como las nuevas casas, las verdaderamente adaptadas a nuestro tiempo, prescinden de paredes, muros y distinciones rígidas, dejando al inquilino en la indefinición de un espacio tan completamente descualificado y abstracto como el dinero en el que se cuenta su valor y, como él, perfectamente intercambiable por cualquier otro espacio. La privatización, la despolitización, la miniaturización, la deslocalización, la flexibilización o la impermanencia que definen los nuevos estilos de vida que se van imponiendo entre la resignación y el entusiasmo, ¿son en verdad procesos ilimitados? ¿Hasta qué punto es posible externalizar los servicios de una empresa o de una familia sin que deje de ser una empresa o una familia? ¿Hasta qué punto se pueden reducir las dimensiones de un empleo sin que deje de ser un empleo? ¿Hasta qué punto puede un Estado ceder su soberanía a terceros sin dejar de ser un Estado soberano? ¿O bien no hay límite alguno, y ni siquiera la injusticia, el sufrimiento o la muerte pueden poner obstáculos a este proceso mundial de fluidificación? Es posible que llegue un día en el que unos grupos de turistas morbosos recorran las ruinas de nuestras ciudades desurbanizadas como hoy recorremos nosotros la penitenciaría de Pennsylvania, sintiendo una mezcla de compasión por quienes vivíamos en ellas y de satisfacción porque ellos ya no tendrán que hacerlo.
Mientras esperamos ese momento, dejemos que los niños sean los únicos que se crean que el terror está solamente al otro lado del muro, y aprendamos a mirar a nuestra época con más piedad por nuestros semejantes -los que nos acompañan en el viaje sin que quede una isla del diablo en donde depositar a los que sobran-, con menos complacencia antropológica, porque no se trata de adaptarnos a las circunstancias a cualquier precio y de cantar las alabanzas de cada novedad como si fuese una tierra prometida, a veces las circunstancias son inmundas y tenemos el deber de decirlo y de intentar cambiarlas; y con mayor exigencia crítica, con mayor atención a los nuevos miedos y las nuevas penas generadas por la ausencia de rigidez y la flexibilidad. Porque, así como ahora nos parece increíble que se viera en aquellas cárceles decimonónicas un monumento a la virtud, quienes más ridículos resultarán para los futuros turistas de lo siniestro serán los que hoy ven en la fluidez ilimitada la salvación de todos los males, empezando por aquellos que son radicalmente irremediables.
José Luis Pardo es filósofo. Su último libro es El cuerpo sin órganos. Presentación de Gilles Deleuze (Pre-Textos).div>