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Elefantes en la Reserva de Savuti |
“La esencia de África consiste en su infinita
diferenciación”, escribió Kapuscinski. El periodista, escritor, y
ensayista polaco conoció tanto África que, de hecho, cambió la narrativa de las
historias de los africanos y las africanas. Una vez más, tenía razón sobre la
infinita diferenciación del continente africano. Cada viaje a África es diferente,
cada día del viaje es distinto al anterior, y poco se asemejará al siguiente.
Así ha sido cada vez que he viajado allí.
Y este viaje
a Zimbabwe y Botswana ha sido especialmente diferente. Lo ha sido desde la
decisión de hacerlo en grupo, el transporte elegido, los alojamientos, en
definitiva, la estructura del viaje. Para nosotros, que solemos viajar solos,
era un riesgo que, por razones de presupuesto, no nos quedaba más remedio que
asumir. Un riesgo superado muy satisfactoriamente. Pero vayamos al ritmo africano,
es decir, despacio.
Nada más
iniciar el traslado desde el aeropuerto de Victoria Falls al Hwange National
Park, donde está nuestra primera parada y fonda, se produce la desconexión
total: acacias, termiteros, el color del cielo, las primeras pistas por las que
circula nuestro camión con las primeras polvaredas del limpio polvo africano, y
algún baobab. Sobre estos árboles tan típicamente africanos, aunque también los
haya en Australia, Javier Reverte en “Vagabundo en África (Editorial Plaza
& Janés, 2004) escribe: “… son los
árboles menos árboles de todos los árboles. Parecen seres con alma inteligente
y sufridora”. Sea como sea, ¡Esto es África austral!
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Impalas en Hwange National Park |
Primera
tarde tranquila para cargar las pilas, un tanto desgastadas después de
cualquier vuelo nocturno de bastantes horas. Primer contacto con la fauna
(impalas, gallinas de guinea, búfalos, algunas cebras, papiones, algún que otro
marabú africano) que podemos observar en la poza de nuestro alojamiento.
Intuimos una puesta de sol africana, nos resarcimos de la siempre
manifiestamente mejorable comida de avión con una buena cena, y… a dormir a una
hora temprana con el silencio de la sabana.
Al día
siguiente empiezan los “platos fuertes del viaje”. Como algún chofer dijo,
refiriéndose a los saltos que provocan los baches de las pistas, al despuntar
el día empieza el “rock and roll”: safari por el Parque Nacional de Hwange, que
es considerado el mejor parque de Zimbabwe. No sé si es el mejor, pero es ciertamente
fantástico. Un paisaje hermosísimo, los primeros elefantes, las primeras
jirafas, jabalís con cuernos, hipopótamos, cebras, impalas, varios pájaros
–especialmente interesante uno con el pico como un plátano (lophoceros
nasutus), algunos cocodrilos. De momento, los felinos no han hecho acto de
presencia…
La tarde la
dedicamos a una visita muy especial: el Centro de Recuperación de licaones (o
perros salvajes, Painted Dog
Conservation). Estos animales, nativos de África, están en serio
peligro de extinción –cuando lo visitamos tienen dos ejemplares en
rehabilitación avanzada, pero con graves problemas para reinsertarse en su hábitat
natural- y esta entidad, no gubernamental y sin ánimo de lucro, hace una
encomiable labor para su salvación. Vale la pena apoyarlos.
Por la noche
toca safari nocturno ¡De noche los elefantes son más grandes y tienen unos
andares más paquidérmicos!
La siguiente
estación es el Parque Nacional de Matobo. Pero, antes de llegar, pasaremos por
la, con casi toda seguridad, situación más surrealista de estos días en
Zimbabwe: cómo explico en
este artículo, las,
digámoslo suavemente, extravagancias de la presidencia de la Republica de
Zimbabwe y de su gobierno nos impiden comprar alguna cosa en el mercado, o en
alguno de sus comercios, que es lo único que se puede hacer en la ciudad de
Bulawayo, excepto algunas fotos, y recordar el estremecedor relato “El color de
las jacarandas”, que incluye el reciente libro titulado “Indestructibles” de
Xavier Aldekoa (Editorial Península, 2019). Menos mal que en uno de los parques
de la ciudad podemos hacer la primera comida preparada por Layton, el cocinero
del camión en el que viajamos.
Seguimos haciendo
kilómetros con el camión por carreteras con algunos trozos arreglados, aunque en
la mayoría el asfalto solamente se intuye, y, ya acostumbrados a la inseparable
compañía del polvo, llegamos a un lugar con una geología de ensueño: Matobo.
Nos da tiempo para ver unas pinturas rupestres próximas a las instalaciones del
“Big Cave Camp”, donde nos alojamos, pasear entre las impresionantes formas de
las rocas, ver una espléndida puesta de sol, ducharnos (por única vez con agua
caliente en este lugar de cuento), y cenar.
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Las formas rocosas de Matobo |
A la mañana
siguiente tenemos una de las citas más esperadas del viaje: safari a pie para
buscar rinocerontes. Los rangers no
tienen demasiada dificultad para localizar un grupo de rinocerontes que podemos
ver y fotografiar a escasos metros. La experiencia le deja a uno sin palabras.
Recordado ahora, con algo de perspectiva temporal, aunque cumplimos con todas
las sugerencias para no molestar ni inquietar a los rinocerontes, y aunque la
presencia de los rangers da sensación
de seguridad, pienso que estar tan cerca de estos animales, siendo lo único que
nos separaba de ellos un cuantos arbustos, es una prueba fehaciente de que el
gran Claudio Magris tiene toda la razón del mundo cuando, en su imprescindible
libro “El infinito viajar” (Anagrama, 2008), escribe: “Todas las veces que se viaja o se parte, algunos sentidos se agudizan y
otros se embotan”. Sin duda, se nos agudizó la curiosidad, el querer ver…
y, quizás, algo se nos embotó el sentido de un, aunque infundado, miedo.
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Rinocerontes en Matobo |
Seguidamente
-muy oportunamente para completar la mañana después de los rinocerontes-,
primer contacto con la artesanía de Zimbabwe, y puesta en práctica de las técnicas
del regateo. Contribuimos algo a la economía local, aunque he de recocer que en
la mayoría de los mercadillos africanos, y de todo el mundo, casi siempre el
mejor recuerdo que me llevo son las fotos de primeros planos de las mercancías
a la venta.
La tarde
empieza con un corto trekking por los Montes de Matobo que, además de unas
caprichosas formaciones rocosas, nos ofrece unos interesantes refugios -donde
al parecer vivían en su trashumancia las tribus bosquimanas- que albergan una
serie excepcional de pinturas rupestres.
Para acabar
el día, tenemos que elegir entre la visita a un poblado de la etnia Ndebele, o
a la tumba del empresario, colonizador, y político británico Cecil J. Rhodes,
que, a su muerte, dio nombre a lo que fue la República de Rhodesia. En el grupo
se produjo una rápida unanimidad a favor de la primera opción. Me alegré, pues
recordaba, aunque no en los términos exactos, que Javier Reverte no era un entusiasta
del lugar. Consultado el texto del escritor madrileño, sin duda, elegimos bien.
Escribe Reverte en su ya citado “Vagabundo en África”: “… acuden a la tumba de Rhodes como los españoles franquistas al Valle
de los Caídos”, aunque añade “si
Cecil Rhodes fue un gran canalla en vida, hay que reconocerle que tuvo buen
gusto para organizar su muerte”, refiriéndose a los parajes de Matobo. La
cuestión es que acabamos la jornada con la visita al poblado. Realmente es el
habitáculo de una unidad familiar con cierto interés etnológico. Como viene
siendo habitual en estas visitas en África, lo que más me impresiona es la
cocina sin chimenea. Hay que recordar que, según la OMS, las largas horas que
las mujeres pasan en estas cocinas tragando humo son una causa importantísima
de enfermedad y mortalidad femenina. Nos despedimos de la anfitriona del
poblado mientras presenciamos una modesta puesta de sol africana.
Al día siguiente
dejaremos Zimbabwe y entraremos en Botswana. El camino se hace largo. Los trámites
aduaneros son relativamente rápidos; la compañía es buena; el camión
perfectamente conducido; el paisaje entretenido ¿Por qué, entonces, se me hace
largo el camino? Pura ansiedad de pasear por, en palabras de Xavier Moret, la “tierra
de diamantes”, de tocar estos baobabs sobre los que Moret, en su libro “A la sombra del baobab. Viaje en busca de
las raíces de África” (Altaïr Viajes, 2006) escribe: “… hay que convenir que los baobabs de Botswana figuran entre los más
notables, tanto por su tamaño como por la historia que atesoran. Crecen en
distintas partes del país, pero los más espectaculares son los que reinan en
las cercanías del desierto del Kalahari; su aspecto rocoso, contundente, y las
protuberancias de sus troncos les otorgan la inquietante apariencia de gigantes
petrificados que montan una larga, inútil y polvorienta guardia en medio de una
inmensa nada de arena y sol”.
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Baobabs... entrando en Botswana |
Proseguimos
viaje, aproximándonos a la zona más desértica, adentrándonos al desierto del
Kalahari. Dejamos los paisajes de Matobo, y, con uno de los amaneces más
emocionantes que he vivido en mi vida, nos adentramos al conocido como
Santuario de Aves de Nata. La nada no deja ser hermosa. Impresiona, y, a la
vez, preocupa cómo la crisis climática que padece el planeta lo está
trastocando todo. Estaba preparado para “quemar” la máquina haciendo
fotografías a los flamencos que -pocos o muchos- pudiera haber. Sin embargo, no
hay ni uno. Tuve la sensación de haberme equivocado elevando tanto las
expectativas, y siento cierta desilusión al pensar que no tendré ninguna
fotografía de flamencos que pueda competir con el cromo del álbum “Vida y
Color” de mi infancia. Pero, como escribe mí admirado Paul Theroux en “El
último tren a la zona verde” (Alfaguara, 2015), “Equivocarse y desilusionarse parecen consecuencias inevitables de
cualquier viaje serio por África”, y este -aunque a un buen compañero del grupo
le pareciera inicialmente un disparate, e, incluso, un despropósito- es un
viaje serio.
El compañero
viajero hablaba de ese supuesto disparatado despropósito para referirse a lo
que iba a suceder en las próximas casi 48 horas. Resumidamente pasó esto: Después
de almorzar a pie de camión en el recinto del lodge Planet Baobab, donde
disfrutamos de una magnifica concentración de baobabs, iniciamos camino hacia
las Makgadikgadi Pans. Resulta ser un trayecto largo, que prolongamos con una
infructuosa búsqueda de suricatos, y con la espera de parte del grupo, que
finalmente llega en quads porque su 4x4 ha pinchado. Vemos una carrera de
avestruces, que parecen competir en paralelo a nuestro vehículo. Llegamos al
destino cuando el sol ha iniciado su puesta y la luna inicia su salida… Al
menos en mi caso, descendí del 4x4 con cierta intranquilidad ¿Cuál era nuestro
destino? Inicialmente parecía un lugar de los descritos por el escritor
sudafricano Laurens van der Post en “El mundo perdido del Kalahari” (Ediciones
Península, 2007). Pero no. Se trataba de una acampada salvaje en medio del
inmenso salar, sin tiendas de campaña, con el único techo del cielo estrellado,
o iluminado, como fue nuestro caso, por la luna. Pero no es un lugar perdido,
es, más bien, un lugar con una organización sorprendentemente perfecta: nos
entretenemos con el “arte” que tiene el chofer-guía de hacer fotos con los
móviles en las que aparecemos haciendo simpáticas figuras. Mientras tanto,
encienden una hoguera, y empiezan a preparar la cena. Entre que desplegamos
unos grandes, cómodos, y calientes sacos de dormir (¡El punto lujoso es que
antes de acostarnos nos ponen una botella de agua caliente!), ha llegado la
hora de la cena. Junto a la hoguera cenamos unas carnes a la brasa. La noche se
va cerrando, pero las linternas frontales son innecesarias. La Vía Láctea, la
Cruz del Sur, Orión, Escorpio, etc. no nos acompañan. Una gran luna llena se
refleja sobre el blanco del salar. A la hora de meterse en la cama es imposible
“apagar la luz”…
Pasada la
noche constatamos que, en África, no hay cama incomoda. Nos ponemos en marcha
con el despuntar del sol. Después de un ligero desayuno en este lugar algo
fantasmagórico pero, a la vez, profundamente bonito, tenemos una tarea matutina
ineludible: encontrar a los suricatos que la tarde anterior nos fueron
esquivos. El viento está ausente en esta mañana luminosa lo que propicia que,
nada más, salir de la parte más dura del salar, encontremos una concurrida
colonia de estos simpáticos animalitos.
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Suricatos |
La experiencia de dormir al aire libre
ha estado muy lejos de ser nada disparatado. Más bien, como comentó el
compañero de viaje que sospechaba que era un despropósito, fue todo lo
contrario: una muy buena experiencia, a repetir en una noche en la que, con
permiso de la luna llena, luzcan las estrellas. En cualquier caso, Claudio
Magris, en el libro ya mencionado más arriba, a propósito del viajar, nos
recuerda que “… al salir de la cueva de
Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha
visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino
despropósitos, el hidalgo le responde. ‘Todo pudiera ser’”. Por tanto,
pudiera ser que la experiencia de la noche en el salar no sea apta para todos
los públicos.
Seguimos
nuestra ruta yendo al encuentro del camión, que nos espera en el Planet Baobab,
e, inmediatamente, iniciamos nuestra inmersión en el Parque Nacional de
Makgadikgadi Pans, donde se producen dos de los momentazos del viaje: un enorme
elefante se planta ante nosotros, y nos lanza un potente gruñido. Parecía
advertirnos que, aunque no nos viera con claridad –los elefantes tienen
problemas, digamos que “oftalmológicos”-, por sus otros sentidos sabía que
estábamos allí. Más tarde observamos la preciosa estampa de una migración de, las
siempre tan fotogénicas, cebras.
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Cebras en el Parque Nacional de Makgadikgadi Pans |
El día queda coronado con una cena consistente
en unas fantásticas albóndigas con patatas fritas que, al parecer, son la
especialidad de Layton, nuestro chef.
La despedida
del equipo del camión en la ciudad de Maun es el inicio del camino hacia el Delta
del Okavango, más concretamente hacia la zona de Xaxaba, dentro de la Reserva
Natural de Moremi. Cuando la sequía no es tan extrema es un trayecto que se
hace con lanchas rápidas, pero las consecuencias de la crisis climática nos
obliga a hacerlo en coche. En camino es largo, nunca había dado tantos saltos
en un 4x4. Entre bache y bache, de sobresalto en sobresalto, mientras pasaban
las horas transitando sobre dunas de arena del Kalahari, me acordé en más de una
ocasión de las aventuras que nos cuenta, en su ya citado libro, Xavier Moret en
torno a los pinchazos de las ruedas de la
furgo pick-up que él y su compañero de aventuras, Andoni Canela, vivieron por
estos lugares. No hubo pinchazos, y la velocidad con la que circulamos estaba
justificada: Aunque fuera un poco tarde, teníamos que llegar al campamento a
una hora que nos permitiera almorzar, descansar un poco, dar un paseo en mokoro
(una especie de góndola que, al menos, antaño, era el transporte por excelencia
en un Delta del Okavango con un nivel de agua bastante superior al actual,
saludar a unos hipopótamos, tomarse un gin-tonic, ducharse en la ducha de
campaña, cenar, estrenar la tienda de campaña (un lujo), en fin, que teníamos
faena, y no era cuestión de entretenerse demasiado con los pequeños grupos de elefantes,
jirafas o impalas que nos encontramos por el camino, ni, por supuesto, con el
estado de mis cervicales que, por cierto, llegaron tan intactas –la sequedad
del clima sudafricano les sientan fantásticamente- como las ruedas de los 4x4.
Xavier Moret
publicó “A la sombra del baobab” en 2006, y en el capítulo titulado “El delta
del Okavango o el edén perdido” ya escribía sobre la sequía. En un momento de
la narración un piloto de avioneta les advierte a él y a Andoni que “el Okavango no está en su mejor momento”,
que “medio delta está sin agua y escasean
los animales”. La narración de Moret se sitúa en la época de lluvias, pero
no es descartable que por el calentamiento global la situación no haya hecho
más que empeorar. Seguramente no es el edén de antaño pero, sin duda, sigue
siendo una maravilla.
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Navegando en mokoro en el Okavango |
Coincido con
Josep M. Ferrer-Arpí que, en su libro “El
primer estel del capvespre a Angkor. 40 destins, 40 viatges interiors”
(Editorial Arrela, 2014), se refiere al delta del Okavango como “Un delta enmig de
l’aridesa” y escribe: “Jo he vist animals
a dojo [...] al Ngorongoro i al Serengeti, de Tanzània, i al Masai Mara, de
Kenia. Però si en el nostre safari volem ajuntar el plaer de veure animals amb
el plaer de conèixer un dels indrets més interesants del continent, llavors hem
d’anar a Botswana i passar uns dies perduts entre les planúries inundades del
delta del l’Okavango”.
El viaje que
narra Ferrer-Arpí –con menos terrenos inundados, y sin sustos provocados por
hipopótamos que se empecinaran a entrar en las tiendas de campaña- es muy
parecido al que hicimos nosotros: parada y fonda en dos campamentos -en el primero
de ellos, de la mano de la magnífica cocinera Rita, comí la mejor seswaa (carne desmigada) de cabra, el
mejor sadza, y descubrí la deliciosa lephutsi (calabaza con canela)-. Esplendidas
noches en las que los compañeros de viaje contaban que oían animales, que
incluso rozaban las tiendas de campaña –yo, si algo oí, y no lo recuerdo, fue
en sueños-. Relajados paseos (con amaneceres y puestas de sol incluidas) en
mokoro. Safari a pie en el que los animales parecen estar de vacaciones. Visita
al poblado de Xaxaba, en el que el mercadillo de artesanía sufre una desbocada
inflación especulativa. Vuelo en avioneta desde la pista de Xaxaba hasta Khwai,
con vistas aéreas impresionantes, y, a
la vez, esenciales para apreciar que verdaderamente, y a pesar de la sequía, el
delta del Okavango sigue siendo una maravilla, y que algún día fue un auténtico
edén. Safaris diurnos y nocturnos por la zona de Khwai. En estos safaris, y en el
camino hacia el tercer campamento, ya fuera del delta, pudimos fotografiar
impalas, cebras, papiones, hipopótamos, alguna hiena, jirafas (sobre las que
Josep M. Ferrer-Arpí escribe. “Les
girafes, silencioses, fiten l’horitzó esperant…), algún cocodrilo,
bastantes elefantes, unos jabirúes africanos (de los que conseguí una de las
mejores fotografías del viaje), y ¡Por fin, aparecieron los felinos! Pudimos
ver leopardos (unos cachorros en el hueco de un árbol, un adulto plácidamente
descansando subido a un árbol, y un imponente ejemplar en un espacio despejado
en el que pudimos observar su majestuosidad y belleza, mientras aparentaba
posar en un tronco caído en el suelo y andar muy cerca de nuestro 4x4.
Realmente ni posaba ni paseaba, verdaderamente estaba al acecho de alguna presa…
El silencio del grupo fue atronador. Unos de estos instantes que, en palabras
de Claudio Magris, es “El infinito viajar”.
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Leopardo en la zona de Khwai |
Dejamos
atrás el delta del Okavango rumbo al tercer campamento en la Reserva de Savuti.
De camino tres momentazos más: una gran manada de elefantes de todas las edades
entorno a una charca; dos guepardos que, recostados, parecen digerir la ingesta
de alguna presa; y aunque fuera de lejos (¡Bendito zoom y benditos
prismáticos!), unos cachorros de leones. A la llegada al campamento nos espera
una ducha (de campaña colectiva, pero ducha, al fin y al cabo), una buena cena
a base de ternera a la plancha, y una tarta para celebrar el cumpleaños de una
compañera del viaje (Hay que decirlo: ¡Hacer al fuego de leña un buen bizcocho
no es cosa fácil!), algún gin-tonic, y el reposo del fatigado viajero ¡Nadie
nos dijo que fuera fácil la vida del viajero!).
El reposo
reparador y el desayuno nos ponen a punto para otro de los grandes momentos del
viaje: antes de alejarnos del campamento y dejar atrás la reserva de Savuti, Lyon
y Chis –los conductores de los 4x4– se desvían
para acercarse a una familia de leones. El león macho, como suele ser habitual
durante el día, está dormido haciendo la digestión de su probable comilona
(tienen muy cerca carne en abundancia pues hay un elefante muerto, al parecer,
por muerte natural). La leona está en plena actividad, vigilando a una media
docena de cachorros. Primero se mueven entre arbustos, lo que dificulta que
sean fotografiados. Pero al cabo de un rato, la leona seguida de los cachorros
emprenden camino hacia la fuente de agua. Para ello tienen que adentrase en un
terreno estepario, diáfano para la visualización, y las fotos. Sus andares son
un auténtico espectáculo. Se puede ser muy crítico con la situación
socioeconómica y ambiental de África austral, de hecho Paul Theroux en “El último
tren a la zona verde” lo es, y esto no le supone ningún obstáculo para escribir
que “en la sabana africana, incluso en el
peor día, el cielo y el espacio ofrecen consuelo”. Como no era, ni de
lejos, el peor día, y además del cielo y el espacio, estaban la leona y sus
cachorros, el momento ofrecía bastante más que consuelo. Yo diría que algo
parecido a un momento feliz.
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Leona en la Reserva de Savuti. |
Almorzamos
en ruta, y, después recorrer un camino acompañados de imponentes baobabs, de preciosas
acacias, de un elefante sin colmillos, y de reencontrarnos con el asfalto,
llegamos al penúltimo alojamiento del viaje: un lodge enfrente del rio Chobe. La
tarde se completa con un “safari” en barco para despedirnos del Parque Nacional
de Chobe. La parte del parque que visitamos tiene un cierto aire a parque
temático, con una representación de casi todos los animales, excepto felinos,
que hemos visto en Botswana de la que, en escasas horas, nos despediremos. En
cualquier caso, la puesta de sol es esplendida.
Al día
siguiente seguimos por carretera asfaltada, y, de pronto, uno siente añoranza
del polvo limpio de África ¡Presagia el comienzo del fin del viaje! Los
trámites aduaneros son más rápidos de lo previsto pues de algo -más bien de
mucho- sirve madrugar. Entramos nuevamente a Zimbabwe, dirección a Victoria
Falls. Nueva despedida del camión y, por dos días, nuestro nuevo campamento
será el histórico y colonial Victoria Falls Hotel. Dos cosas recordaré de por
vida de este hotel: los huevos Benedictine del desayuno, y que, talmente como tenía la Reina Madre, me gustaría poder tener
habitación siempre reservada.
La pequeña
ciudad de Victoria Falls no pasa de ser un conjunto de calles de servicios
turísticos (bares, restaurantes, tiendas, agencias de excursiones y deportes de
riesgo…), y algunos mercadillos. Hay que regatear sin complejos en los
mercadillos de artesanía, y en los mercados locales, aunque, por su intensa turistización,
no es cosa fácil. Fue un gusto ponerse de acuerdo con el precio en el mercado
de las telas, y, sin embargo, sigo lamentando no haber hecho una compra en una
tienda donde no se practicaba el regateo: tuve en mis manos un CD del
saxofonista de jazz zimbabuense Dumi Ngulube, fallecido en 2010 a la corta edad
de 41 años. No compré el CD pensando que estaría en Spotify, pero resulta que
Dumi Ngulube dejo poca música grabada, y hoy es un músico que hay que buscar en
las profundidades de Internet (He aquí
un ejemplo). ¡Lección aprendida: No todo está en Spotify!
Primera
jornada en Vic Falls: compras; comida compuesta de una suculenta hamburguesa,
acompañada de una Zambezi Premium Lager; excursión en helicóptero a las
Cataratas Victoria; y cena en el, muy auténtico y con buena música en vivo, restaurante
Mama África.
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Vista parcial de las Cataratas Victoria |
Segunda
jornada: visita tranquila y relajada a las Cataratas Victoria, es decir a Mosi-Oa-Tunya
“el humo que truena” o “la humareda que ruge”. Muchas fotos, a ratos mojados
por el “sifón” que provoca la caída del curso del rio Zambeze. Me temía cierta masificación
turística, pero, aunque en algún mirador hay algo de gente, puedes, en palabras
de Javier Reverte “… imaginar, sin
embargo, lo que debió sentir Livingstone en aquel día de 1855 en que las vio
por vez primera”. Comemos un tentempié en el mismo parque de las cataratas
para, seguidamente, encaminarnos hacia la frontera de Zambia. Nuestro destino
es la Isla de Livingstone para sumergirnos en la “Piscina del diablo”, que pasa
por ser la más alucinante piscina natural del mundo.
El corto
recorrido a la isla en un potente bote a motor ya es fantástico. Pero acercarse
nadando a la piscina es un potente subidón de adrenalina, y nadar en la Piscina
del Diablo es del todo alucinante. Desde ahí presencias un espectáculo
inenarrable del Mosi-Oa-Tunya. Josep M. Ferrer-Arpi lo define así: “El
soroll ensordeix, el núvol de vapor t’embolcalla i la majestuositat de l’espectacle
et deixa bocabadat”. Acabamos nuestra estancia en la Isla de Livingstone
con un exquisito aperitivo, y, una vez recargadas las pilas, sin prisa pero sin
pausa, emprendemos el regreso al Victoria Falls Hotel. Llegada, ducha, ropa
limpia, y cena en el Lola's Tapas and Carnivore Restaurant. Comida, vino y
servicio exquisitos (un camarero bastante pesado de tanta amabilidad). No
obstante, constatamos que no somos unos entusiastas de las carnes salvajes.
Y, al final,
llegan las despedidas. Nada de lo que hemos vivido y disfrutado en este viaje
hubiera sido posible sin los eficaces servicios de nuestra habitual Agencia de Viajes TourArt,
sin el diseño y buena organización del tour por parte de Ratpanat, y,
sobre todo, sin Teri, una persona excepcional, que no fue solamente una gran
guía, su pasión por acompañar a los viajeros y viajeras fue parte del propio
viajar. Estoy convencido que, a pesar de algún susto, el viaje del grupo trascurrió
relativamente bien gracia al buen hacer de Teri ¡Que la suerte siga acompañando
a todas y todos los miembros de esta expedición! Ahora –y por lo que pueda ser-
ayudados y ayudadas por la buena suerte que, seguro, nos proporcionarán los
Nyami Nyami que nos regaló Teri.
El libro de
Xavier Moret, que he citado en reiteradas veces, acaba así:
“-Volveremos algún día a África.
Más que un propósito, sonó como una promesa.
- Tenlo por seguro -dije sonriendo-. Nos lo hemos ganado.
Piensa en todos los días que hemos dormido a la sombra de un baobab”.
Y esta entrada
de este humilde blog acaba así:
-Volveremos muy pronto a África. No es una pregunta. Es una afirmación. En
la cabaña del Planet Baobab dormimos a la sombra de un baobab.
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Jabirúes africanos.Una de mis fotografías preferidas de este viaje) |
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Interior del camión (No es un adiós, es un hasta luego) |